Sin ánimo de resolver estas interrogantes, salir de un discurso decimonónico capitalino, posibilita al menos mirar esta historia de luces y sombras en todas sus dimensiones.
Por Elizabeth Hernández. 27 julio, 2021. Publicado en El Comercio
Desde hace algún tiempo, por distintos cauces, venimos recibiendo un mensaje: faltan pocos días para conmemorar el “bicentenario de la independencia del Perú”, es decir, para celebrar el 28 de julio de 2021. Creo que esta afirmación no es certera, pues corresponde a una narrativa historiográfica que ha privilegiado unas fechas, unos espacios y unos personajes en desmedro de otros que tuvieron igual o más importancia y peso político en el período independentista.
Esta fecha, por corresponder a la capital virreinal, se revistió de un valor simbólico y ritual especial con el que poder elaborar el discurso homogeneizador que necesitaba un estado-nación en construcción. Sin embargo, ya antes se habían dado hechos y procesos vitales. La independencia del norte peruano (diciembre de 1820-enero de 1821), por ejemplo, fue un gran impulso para las fuerzas patriotas y para un José de San Martín que buscaba desesperadamente hombres, dineros, bestias de carga, medicinas, alimentos. El norte independiente proporcionó todo ello desde aquellos meses, sumándose a anteriores esfuerzos patriotas que, en conjunto, fueron los que condicionaron la posterior proclamación limeña.
De otro lado, 1823 es fundamental en nuestra historia, no solo por la importancia de nuestra primera carta magna, sino porque entonces el Perú independiente vivió una gran fragmentación: el enfrentamiento entre José de la Riva Agüero y José Bernardo de Tagle. Además de ser los dos primeros presidentes de nuestra república, interesa la confrontación política entre el norte peruano leal a Riva Agüero y Lima partidaria de Torre Tagle. Fue el primer choque político que se daba entre un gran espacio regional versus la capital de la república, y puso en debate cuestiones como “legitimidad”, “representación nacional”, “nación” y “soberanía”, temas relevantes en un momento en que se estaba definiendo el poder político, el estado y la nación en medio de la guerra contra los realistas.
Es por todos sabido que en diciembre de 1824 se dio la batalla de Ayacucho, la que consolidó la independencia en el campo de batalla y en el imaginario nacional. Pero no todos recuerdan que en ese mismo año la causa patriota estuvo casi perdida, la imagen de José de La Serna se tornó fuerte y Lima volvió al poder realista. Entonces, nuevamente desde un espacio regional distinto al capitalino, se venció a las fuerzas del virrey. La independencia empezó en las regiones y terminó en ellas. La historia posterior a la proclamación de independencia en la capital demostró que Lima no era el Perú, y que 1821 fue una fecha simbólica, importante, pero no determinante.
Nuestra independencia es compleja. Los dilemas continúan siendo, doscientos años después, cómo contar una historia extra muros de la capital, cómo insertar los enfrentamientos entre los patriotas, qué hacer con las contrarrevoluciones, cómo entender las lealtades. Sin ánimo de resolver estas interrogantes, salir de un discurso decimonónico capitalino, posibilita al menos mirar esta historia de luces y sombras en todas sus dimensiones.
Este es un artículo de opinión. Las ideas y opiniones expresadas aquí son de responsabilidad del autor.