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Jul

2024

Ernesto Montenegro destacó en el periodismo y fue calificado como ‘el mejor crítico de Chile’.

Por Carlos Arrizabalaga. 15 julio, 2024. Publicado en El Peruano

La reseña constituye un lugar común en la crítica literaria, actividad que se torna compleja, al decir de R. Williams (2008), porque no siempre apela al sentido etimológico de descubrir errores, sino que, al menos desde el siglo XVII, se aplica al acto de juzgar o valorar una obra, con repercusiones para la consideración social, ideológica, política e histórica que ello conlleva. Más allá del mero examen de un texto, sirve lo mismo para afirmar un canon nacional, como para proyectar un movimiento de apropiación del otro, una suerte de control imperialista sobre universos culturales satélites.

Cuando los periódicos todavía publicaban extensas secciones culturales, en Estados Unidos contrataban colaboradores que difundiesen la producción literaria hispanoamericana. Era una apuesta comercial, pero también una idea poderosa.

El escritor, ensayista y crítico literario chileno Ernesto Montenegro escribe en el New York Times y el New York Evening Post sobre Gabriela Mistral (1923), Vicente Pérez Rosales (1926), Ricardo Güiraldes (1928) o Rómulo Gallegos (1941). Ese año –perdón por el inciso– fue también profesor visitante en Bowdoin College (Maine). En 1924 escribe sobre Mis últimas tradiciones peruanas de Ricardo Palma (1906), poniendo de manifiesto la alta consideración que todo el continente tenía del tradicionista peruano: ningún otro –señala Montenegro– se acerca tanto al ideal de escritor, pues “en Palma se hallan la gracia del caricaturista y la imaginación del poeta, con la mirada amplia de un humanista”.

Ernesto Montenegro (1885-1967), nacido en una tranquila localidad de provincias, destacó en el periodismo y en su día fue calificado como “el mejor crítico de Chile”. Fue autor de libros de relatos de estilo regionalista: Mario Ventura (1933), Viento norte, viento sur (1968), en los que se ha señalado la grandeza de la sencillez. Colaboró con muchos periódicos de su país y de Argentina. También fue director de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile.

Montenegro siguió colaborando con periódicos y editores de Nueva York, sobre todo para los famosos editores Farrar y Rinehart. Ciro Alegría lo conoció en su exilio chileno. Se lo encontró un día en la librería Nascimiento, en la calle Ahumada 125 (al lado de la sastrería Falabella). Montenegro era miembro del jurado que iba a juzgar su novela La serpiente de oro y se le acercó a preguntarle si acaso Ciro Alegría era un seudónimo: “El ensayista Ernesto Montenegro, hombre discreto, sonrió cuando un nombre que parecía seudónimo resultó siendo un nombre no más”, recordaría el escritor liberteño en las páginas Ínsula (1959). La casualidad quiso que Montenegro fuera también miembro del jurado, junto a Blair Nites y John Dos Passos, que premió El mundo es ancho y ajeno (1941). Harriet de Onís hizo la traducción al inglés y la prensa destacaría el talento literario del joven escritor peruano. Además, el conflicto de la obra reflejaba una realidad y un sentido muy contemporáneo: una comunidad próspera y tranquila bajo el sabio gobierno de Rosendo Maqui encuentra su existencia bruscamente amenazada por un predatory landowner, el poderoso don Álvaro Amenábar.

La Universidad de Florida organizó, en abril de 1940, un evento académico sobre la importancia que podría tener la literatura hispanoamericana. Un notable profesor norteamericano, el hispanista Sturgis E. Leavitt, de la Universidad de North Carolina, defendía que, pese a las dificultades de su lectura, su inclusión en el currículo académico podría ser recomendable para conocer la geografía y la política de esos países. Montenegro exhibió una posición igualmente panamericanista al definir la literatura como una expresión de “amistad sincera entre las gentes”. La difusión de estas obras podría ser educativa para un lector que necesita familiarizarse con la realidad diversa y la grandeza del paisaje americano, afirmando sobre todo que sus habitantes en toda la extensión del continente no eran europeos ni debían mirarse en el espejo europeo. Terminada la II Guerra Mundial, muchos escritores volverán a frecuentar los cafés parisinos y luego del boom el panamericanismo habrá quedado en un pliego lleno de vetusteces bienintencionadas.

Una semblanza lo describía como un chileno “de modales suaves y comedidos, que conserva en su porte y su mirada la noble serenidad del que está de regreso de todos los caminos”. Montenegro selló un lazo de amistad profundo y duradero, que ayudó más tarde a la difusión de los escritores del boom, aunque la crítica progresista que se apodera de la academia a partir de los años 60 será algo más ingrata con sus amables antecesores.

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