Los debates públicos por cosas del idioma han pasado a la historia por ridículos, pero no parece que sea sensato, tampoco, confiarlo todo a estos inquietantes artefactos de escritura artificiosa, porque a muchos siguen asaltándonos, todos los días, las dudas idiomáticas.
Por
Carlos Arrizabalaga.
07 octubre, 2024.
Publicado en
El Peruano, 5 de octubre de 2024.
En los homenajes póstumos suelen pronunciarse discursos y elogios. El 6 de octubre de 1919, en el funeral de don Ricardo Palma, patriarca de las letras peruanas, participaron Javier Prado, senador por Lima, junto con Luis Fernán Cisneros, en nombre de los escritores, además de Enrique Castro Oyanguren y Pablo Abril de Vivero. El hispanista Sturgis E. Leavitt, profesor de la Universidad de Carolina del Norte, asistió a las honras fúnebres en la iglesia de La Merced (le parecieron “intrincadamente ceremoniosas”).
Aquel día no hubo prensa en Lima, en protesta contra Leguía; pero periódicos de todo el mundo, como ha señalado el historiador Arnaldo Mera, publicaron obituarios destacando la figura del autor de las Tradiciones peruanas.
La revista Mercurio Peruano preparó, en diciembre de 1919, un número especial con más homenajes, y José de la Riva Agüero recoge en las primeras páginas una anécdota risueña. Cuenta que el joven Ricardo Palma había conseguido, gracias a la recomendación de Miguel del Carpio, una plaza de amanuense en el ministerio y se vio enfrentado a don Manuel Bartolomé Ferreyros (1793-1872), encargado –entre otras muchas cosas– del boletín oficial, porque el diccionario traía el sustantivo “el alarma” (voz italiana) en género masculino.
“No todos los dignatarios del presidente Castilla usaban de igual llaneza y benévola familiaridad en el trato con los literatos mozos”, señala Riva Agüero; y refiere que Palma lo experimentó muy pronto: en 1855 cuando contaba apenas con 23 años.
Palma recibió el encargo de llevarle personalmente al mariscal Castilla el mensaje destinado a la instalación de la legislatura (el discurso del 28 de julio). El señor Ferreyros “había dado la última mano a la redacción del solemne documento y, queriendo esmerarse en exquisiteces gramaticales, había escrito al principio del párrafo relativo a la amenazada paz pública: Los falsos alarmas.” Palma entregó respetuosamente al mariscal el texto manuscrito del discurso en dos copias: una para la imprenta del Estado y otra para la lectura en el Congreso. Castilla lo leyó en voz alta, enterándose del contenido del discurso que le habían preparado sus consejeros. Al llegar al pasaje de los falsos alarmas, se detuvo sorprendido:
–¡Eh!, ¿qué cosa? Vamos a ver, joven –preguntó dirigiéndose a Palma–. Usted que es escritor, ¿cree que esto está bien así?
–Así debe ser, excelentísimo señor –respondió algo perplejo Palma–. Desde que el señor Ferreyros lo ha escrito.
–Diga con franqueza, ¿no le extraña?
–Sí, señor; nunca había oído esa palabra en masculino.
–Y, ¿cómo la pondría usted?
–Diría las falsas alarmas, que es como dice todo el mundo.
–Eso es, eso es…, falsas alarmas, lo demás son pedanterías, pedanterías…
–repitió según su costumbre Castilla–. Vaya a decirle a Ferreyros ahora mismo que ponga falsas alarmas.”
Palma recordaba con razón que en sus tiempos habían sido “más papistas que el Papa” en las cosas que se refieren al uso correcto del lenguaje. El señor Ferreyros, antiguo liberal de la independencia y director general de Estudios se enojaría con “el valiente consultor gramatical” que se había buscado el mariscal Castilla, porque se había atrevido a contradecirle, desconociendo el diccionario.
Ferreyros se defendía con autores del siglo anterior como Moratín y Quintana y se niega a corregir el mensaje; pero el presidente Castilla en su alocución miraría fijamente al ministro encargado del boletín encareciendo: “las falsas alarmas”, con el femenino que, finalmente, es usual desde entonces. El uso mayoritario venció al respeto por los autores. El diccionario oficial lo refrenda recién en 1899, aunque otros diccionarios como el de Castro y Rossi (1852) y Domínguez (1853) ya venían consignando: “alarma, s. f.”, desde entonces.
Los compendios y epítomes de gramática competían por incluir apéndices cada vez más extensos de barbarismos de todo tipo, voces dudosas, neologismos y vulgarismos inaceptables, parónimos, y otros. Y vuelven con fuerza en forma de libros de estilo, correctores automáticos y recomendaciones ortográficas por internet.
Primitivo Sanmartí publicó un minucioso Compendio de gramática castellana. En la decimosexta edición (ya no en Lima, sino en Barcelona, en 1914), no dice nada del antiguo masculino de “alarma”; ya el asunto se había impuesto por sí solo. Sin embargo, sí advierte del “barbarismo analógico” que supone decir: “Vive alarmado por su suerte” (por “inquieto”).
Los debates públicos por cosas del idioma han pasado a la historia por ridículos, pero no parece que sea sensato, tampoco, confiarlo todo a estos inquietantes artefactos de escritura artificiosa, porque a muchos siguen asaltándonos, todos los días, las dudas idiomáticas.
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