Por Enrique Ramírez Cortez
Por Julio Talledo. 10 abril, 2012.Cuando le llega la enfermedad a un adulto sabe, en cierto modo, a qué atenerse. De algún modo intuye lo que vendrá: malestares, consultas médicas, análisis de todo tipo, indicaciones para obtener imágenes en los modernos tomógrafos. Todo un arsenal médico que ayudará al diagnóstico, la consabida receta y -si es posible- la recuperación de la salud. Una persona adulta sabe y acepta esta situación.
Aún más, cuando se trata de enfermedades consideradas graves o crónicas, la persona adulta suele tomar conciencia primero de lo que sucede en su organismo, poco a poco -y pese a su rebeldía inicial: ¿por qué a mí?- lo acepta y, finalmente, toma conciencia real de lo que seguirá en su vida: largas esperas en las clínicas, consultas médicas, recetas, mesas frías -¡heladas!!!- de los hospitales, pinchazos y más pinchazos de las todavía enormes agujas… Eso, un adulto lo racionaliza; pero, ¿y un niño?
Durante el largo proceso para tratar mi enfermedad, Dios, el destino, hicieron que no viera directamente a los niños víctimas de enfermedades crónicas, cuando pasaba por alguna consulta médica. Nunca, hasta ahora, los había visto. Siempre y por alguna razón solo podía escuchar sus gritos (desgarradores, de los que parten el alma), oír su desesperación allá, más lejos, en otros pasillos, en otros consultorios.
Hasta hace unas semanas, cuando la vi, una hermosa niña de tez blanca, correr y saltar junto a su hermana mayor, en una clínica a la que acudo habitualmente. Nada parecía denotar que estaba muy enferma, salvo su colorida pañoleta puesta en su calva cabecita. Jugaba y corría alegre mientras su madre vigilaba de cerca. La mamá tenía el rostro de noches -¿semanas?- sin poder dormir, preocupada por la situación de su familia.
¿Por qué la enfermedad se ensaña tanto con criaturas tan pequeñas e indefensas? ¿Por qué los niños tienen que sufrir tan terribles y debilitantes enfermedades? ¿Hay alguna razón para que un niño sufra de ese modo?, ¿cuál es?
La verdad, no tengo la respuesta. Solo encontré un texto de San Josemaría Escrivá de Balaguer que comparto con ustedes, y que de alguna manera me sostiene para tratar de entender este insondable misterio: “El dolor físico, cuando se puede quitar se quita. ¡Bastantes sufrimientos hay en la vida! Y cuando no se puede quitar se ofrece. Cuando estés enfermo, ofrece por amor tus sufrimientos, y se convertirán en incienso que se eleva en honor de Dios y que te santifica”[1].