Como la realidad lo demuestra, el derecho no puede solo con la tarea de combatir la corrupción.
Por Guillermo Chang. 03 octubre, 2018.El maestro Gonzales Pérez, hace algunos años, publicó un libro titulado “Corrupción, ética y moral en las Administraciones públicas”. En esas páginas menciona que la corrupción tiene dos causas.
La primera es la desviación de poder, es decir que el propio funcionario ha optado por desfavorecer al interés general en beneficio propio. Esta definición coincide con lo que a menudo vemos en las noticias, especialmente en el pago de compensaciones no solo para incumplir la ley, sino también para cumplirla.
Por otro lado, agrega, también es corrupción la incompetencia de los funcionarios porque impide el desarrollo del interés general. Puede parecer paradójico, pero al ciudadano de a pie, lo que más le afecta es este tipo de corrupción que se nota en los derechos fundamentales más básicos que el Estado brinda bajo el régimen de servicio público: educación, salud, pensiones, entre otros.
El Derecho, a este tipo de problemas, ha respondido con la creación del derecho administrativo. En efecto, los teóricos del principio de separación de poderes y aquellos que lo aplicaban tras la revolución francesa buscaban desterrar la corrupción en el ejercicio del poder. El ancient regime se había corrompido y usaba el poder en beneficio de unos cuantos y no del interés general. Por ello, desde los inicios de la reflexión administrativista, el problema por delimitar la noción de Administración pública tuvo como finalidad la de limitar el uso de ese poder, sometiéndola a las leyes emanadas del congreso y controlando este sometimiento por los jueces.
Pero, como la realidad lo demuestra, el derecho no puede solo con la tarea de combatir la corrupción. Incluso, la crisis del positivismo jurídico, que impacta en el principio de legalidad, piedra angular de nuestra rama jurídica, nos ha dejado sin armas para combatir a la corrupción.
El doctor Juan Carlos Cassagne, quien hace unos días fue condecorado en el VIII Congreso Nacional de Derecho Administrativo, realizado en Piura, en su obra reciente “Los grandes principios del derecho público”, menciona que parte de la solución consiste en poner a la dignidad de la persona como el centro del derecho. Esto obliga a que nuestra ciencia no sea un gueto, cerrada sobre sí misma, sino que tenga un enfoque “sistémico”. Por ello, afirma que “el derecho no puede desarrollarse en plenitud sin el auxilio de la filosofía del derecho y de la lógica formal, ni el derecho público puede expresarse sin conocimientos históricos ni sin los provenientes de la ciencia política”.
Sin embargo, esto no es suficiente si la centralidad de la dignidad de la persona se queda en los manuales o solo en la teoría, porque tendríamos el mismo problema: la ley es letra muerta. La verdadera ley no es la que se impone, sino la que se vive. Por ello, es importante una base ética que lleve como centro a la persona en cada uno de nuestros actos. Podemos ser intransigentes en algunas ideas, pero siempre debemos ser transigentes con las personas. En efecto, no habrá problemas en aquello que decimos o pensamos si es que sabemos cómo decirlo o pensarlo. Estamos convencidos de la importancia de esto no solo para solucionar el problema de la corrupción, sino también el de la pobreza, la desnutrición, el tráfico, entre otros.
El Derecho Administrativo está al servicio del ciudadano. Debe estarlo. Recuperar esta condición será posible cuando realmente quienes lo promueven tengan claro el respeto al buen actuar y a la defensa de la ley.