02

Nov

2011

Por Carlos Arrizabalaga Lizárraga

Por Carlos Arrizabalaga. 02 noviembre, 2011.

Manuel Alvar decía que el español sufre “una crisis de crecimiento” por la cantidad de términos nuevos que “llegan como aluvión”. Siguiendo con la metáfora señalaba: “Lo que un día fue un caudal asimilable, hoy es la riada que se desborda por doquier”.

Fue Rafael Lapesa quien insistió particularmente en que las modalidades americanas del castellano denotan “una actitud más abierta que en España frente al neologismo”, y lo atribuye al hecho de ser naciones jóvenes, “suelos poco arados por la historia”. Ángel Rosenblat contestaba que en cualquier idioma conviven los arcaísmos e innovaciones y ciertamente también en España hay palabras nuevas que sorprenden a cualquiera.

Los recursos de que dispone el periodista para crear una palabra nueva son los mismos que los demás hablantes y los mismos en todas partes, pero hay que resaltar, como advierte Romero Gualda, las preferencias por algunos derivados o por ciertas composiciones. Los aciertos se contagian. Por ejemplo, Moreno de Alba resaltaba, entre las variantes registradas en las encuestas realizadas para el “Estudio de la norma culta de las principales ciudades de Hispanoamérica”, las varias denominaciones que recibe el prendedor de corbata: “sujetacorbata” en Madrid; “pisacorbata” en México, Salvador, Panamá, Santo Domingo, Bogotá y Caracas; “prensacorbata” en Guatemala, Tegucigalpa y Managua, “pin” en San José, “aprietacorbata” en Asunción, “alfiler” en Montevideo y “traba” en Buenos Aires.

De la serie resulta llamativa la abundancia de aquello que la gramática tradicional denominaba “compuestos perfectos” (en oposición a los “imperfectos” como ojo de buey), particularmente las formadas por un verbo y un sustantivo, las más usuales en castellano por cuanto se lexicalizan casi inmediatamente.

Discutir a ver si hay más aquí que allá puede ser agotador. En España se dice “sacapuntas” al “tajador” y aquí decimos “rompemuelles” a lo que en España llaman “badenes”. Hay neologismos así en todas partes. Pero yo creo que los peruanos son, en general, muy creativos en relación al lenguaje, y ejemplos como “cierrapuertas” (que no es de ahora, sino que viene de los tiempos de la emancipación), “azotacalles” (que mencionaba Juan de Arona) o “matacojudos” (que parece más reciente), podrían multiplicarse fácilmente.

Los periodistas tratan de ganar la atención con palabras nuevas, frescas, llenas de expresividad. La sorpresa y el ingenio aportan una fuerza expresiva que sacude la monotonía, rompe el tedio y vende periódicos, no solo en la llamada “prensa chicha”. Y cuando un congresista intentó cobrar facturas desorbitadas de conocidas pollerías de la capital al punto se le bautizó con el término “comepollo”. Pasan los meses y ahora se le dice “comeoro” a otro congresista, acusado de explotar ilegalmente una concesión minera con graves consecuencias para el medio ambiente.

Charles Kany recogió compuestos similares en Cuba, Colombia y Ecuador: “comebolas” (se cree todas las mentiras), “comefrío” (el que enreda todo), “comegente” (glotón); así como varios nombres de aves: “comecacao”, “comeculebra”, “comechile”, “comemaíz”, “comesebo”, en México. Y hay otros de uso más general o vulgar.

En el Perú, además existe “comechado”, compuesto atípico (un sustantivo más un participio) que sirve de insulto en referencia al que se corrompe por dinero y no trabaja: “que le gusta la mermelada, la coima, el comechado”, porque “vende sus artículos”, decía Jaime Bayly en su primera novela, para referirse a un “coimero descarado”. Procede del léxico taurino limeño del siglo XVIII, y se aplicaba a los toros que no servían para nada, que no plantaban cara a los toreros, que se “echaban a comer” en medio de la plaza, y esas connotaciones de ‘inútil’, ‘aprovechado’ y de ‘caradura’, se conservan hasta hoy, y sirvieron para que “comechado” fuera un insulto ya desde entonces.

Otro insulto decimonónico, que no tuvo mayor fortuna aparece en las profecías del cojo Prieto, del clérigo José Joaquín Larriva (1780-1832). Versos bullangueros llenos de gracia satírica, hablando del silencio de la noche, dice Toro Montalvo, “con toda la verecundia limeña y prosapia popular”:
Cuando los chinganeros y pulperos
borrachos come cueros
con su poder frontino
bautizan todos aguardiente y vino.

Es una cuestión apasionante pensar en las condiciones en que las lenguas se renuevan y crean neologismos: el desgaste, la necesidad, la expresividad…, en un proceso señalado por la ortografía. Primero se fija una secuencia con espacio entre los componentes, luego se escribe todo junto, cuando los hablantes sienten que la primera parte pierde su acento. La novedad suele indicarse mediante comillas, que al paso del tiempo se suprimen, como señalando la plena aceptación del término.

Por el mismo procedimiento de síntesis, en el que la mera síncopa une verbo y complemento en un compuesto, la secuencia “roba en casas” se convierte en “robacasas”, y así los titulares se llenan de “robacables”, “robamotos”, “robabancos”, “robacarros”, “robapostes”, “robacasas”, “robamototaxis”, “robacelulares”, finalmente todos hipónimos de ladrón. El procedimiento descriptivo ya lo había empleado la poesía desde que Luis de Góngora y Argote hacía referencia al dios Júpiter como “el mentido robador de Europa”.

El castellano es rico en nombres para los protagonistas del hurto, sinónimos con acepciones más o menos intensas: bandido, bandolero, forajido, carterista, pistolero, delincuente, ratero, abigeo, granuja… Nuevas modalidades suscitan otros nombres: choros, topos, pirañas, arañitas… Ahora llaman “tenderas” a las que roban en los centros comerciales. En tiempos de Abelardo Gamarra llamaban así a las que robaban ropa tendida. Los nombres denotan la especialización que ha alcanzado también este antiguo entretenimiento.

Tenemos en castellano bastantes compuestos: abrebotellas, lustrabotas, rompeolas… Parece que es el esquema más productivo en castellano, así que no hay que extrañarse por que escriban “robataxis” y también “robamototaxis”. Y así el primer elemento, aunque venga  “robar” (o de “comer”), se convierte en prefijoide.

Lo mismo se da en otras series: lavaplatos, lavavajillas, lavamanos, lavamoquetas, lavacarros… La especificación hace transparentes las significaciones, hasta el punto de formar palabras casi impronunciables: “microcomercializadores” (¡nueve sílabas!). Tal vez no prosperen, pero dan una muestra interesante de la creatividad del lenguaje y de cómo se contagia y activa el ingenio de los hablantes; porque el lenguaje no es un sistema autónomo y cerrado, sino una creación colectiva y flexible, siempre abierta a innovaciones.

La creatividad permite la transformación de los mismos procedimientos creativos, y justamente los caminos intermedios (también entre composición y derivación) son las vías habituales de la renovación de las lenguas. Aunque en el plano funcional presenten diferencias, cabría pensar que, en el proceso de lexicogénesis, todos los elementos derivativos se habrían iniciado en un proceso de composición, como se muestra de forma transparente en los adverbios en –mente. “La neología supone al mismo tiempo –decía Julio Fernández Sevilla– utilización del código y subversión del mismo; reconocimiento y transgresión de la norma”.

Lingüista.

Facultad de Humanidades.

Universidad de Piura.

Artículo publicado en el diario Correo, edición Piura, domingo 30 de octubre de 2011.

 

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