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Ene

2014

Mons. Escrivá murió trabajando como había querido “sin dar la lata”

“La beatificación de Monseñor Escrivá traerá un gran bien a toda la Iglesia”, dijo el Papa durante la audiencia que concedió a los peregrinos presentes en Roma tras la Santa Misa de acción de gracias por la beatificación del Fundador del Opus Dei, que celebró el actual Prelado, Monseñor Álvaro del Portillo en la Plaza de San Pedro, abarrotada nuevamente por decenas de miles de fieles. El Pontífice se refirió al nuevo beato como “un testimonio eminente de heroísmo cristiano en el ejercicio de las actividades humanas corrientes”.

Por Julio Talledo. 16 enero, 2014.

“La beatificación de Monseñor Escrivá traerá un gran bien a toda la Iglesia”, dijo el Papa durante la audiencia que concedió a los peregrinos presentes en Roma, tras la Santa Misa de acción de gracias por la beatificación del Fundador del Opus Dei; que celebró el actual Prelado, Monseñor Álvaro del Portillo, en la Plaza de San Pedro, abarrotada nuevamente por decenas de miles de fieles. El Pontífice se refirió al nuevo beato como “un testimonio eminente de heroísmo cristiano en el ejercicio de las actividades humanas corrientes”.

Con motivo de la beatificación de Mons. Escrivá, la periodista chilena Pilar Ríos entrevistó en Roma a Mons. Álvaro del Portillo.

Monseñor Escrivá de Balaguer junto  a su mano derecha, Monseñor Állvaro del Portillo.

Monseñor Escrivá de Balaguer junto a su mano derecha, Monseñor Állvaro del Portillo.

Mons. Álvaro del Portillo, Prelado del Opus Dei, me recibe en una salita a la vez sobria y decorada con buen gusto, en la sede central de la Prelatura. Lo primero que llama la atención es la extrema claridad celeste de sus ojos, enmarcados en ese cabello blanco que confiere a su rostro ese aire paterno y, más aún, patriarcal; una mezcla curiosa de lo afable y lo venerable, elementos que se alternan en sus respuestas, no exentas tampoco de energía según el tema que se toque. Otra nota destacable es el brillo de su mirada cuando se refiere a Mons. Escrivá de Balaguer. Es que se emociona, simplemente, filialmente.

Mons. Del Portillo, ingeniero civil, doctor en Filosofía y Letras y en Derecho Canónico, fue como el brazo derecho del Fundador del Opus Dei durante más de 40 años, y lo sucedió a la cabeza de la institución tras la muerte de Mons. Escrivá en 1975, elegido por unanimidad en el primer escrutinio del Congreso Electivo. Ha compartido con sus funciones prelaticias una intensa actividad en diversas organizaciones de la Santa Sede. Es, asimismo, autor de diversas obras de carácter jurídico y teológico.

Monseñor, ¿cómo se siente usted de cara a la beatificación de su Fundador?

Estoy feliz, como miembro del Opus Dei y, antes, como católico. Lo estamos todos en el Opus Dei. Porque sabíamos con seguridad que nuestro Fundador, al morir, entró de inmediato en la gloria de Dios, pero esa era solo- por segura que fuese- nuestra mera opinión privada. Ahora será el juicio público y oficial de la Iglesia el que lo asegure, tras un minucioso proceso. Pero no es solo por el Opus Dei que estamos felices. Es fundamentalmente por la Iglesia y por el mundo, porque en los altares brillará un nuevo ejemplo de vida santa, que tiene especial vigencia y actualidad para los grandes desafíos apostólicos del presente y del futuro. Ya me dijo Pablo VI, de feliz memoria, que Mons. Escrivá de Balaguer, desde su marcha al cielo, era ya un tesoro que pertenecía a la Iglesia.

¿Cómo se explica usted la gran difusión de la devoción privada a Mons. Escrivá en los cinco continentes? El nuestro está repleto de la famosa estampa.

Sí, anda por todas partes de mano en mano, de oración. Es un hecho que va mucho más allá de las fronteras de la Prelatura misma. Y es un hecho que me atrevo a llamar sobrenatural, porque muchos, ante esta estampa, podrían encogerse de hombros. Y, sin embargo, no: la reciben, la rezan, la difunden. Esto ocurre porque por intercesión de Mons. Escrivá han alcanzado al cielo muchísimos favores. Por eso, difunden espontáneamente y por propia iniciativa su devoción. Así se propaga la estampa por todo el mundo.

Habiendo vivido más de 40 años junto a Mons. Escrivá, ¿cómo resumiría usted el recuerdo personal de su figura humana y espiritual?

Es un recuerdo conmovedor desde 1935 hasta 1975. Para ser breve, diría que sintetizó lo divino y lo humano del cristianismo –de la santidad– en una forma única y personalísima. Juntó en su persona los más altos vuelos de la oración contemplativa, de la caridad ardiente, con los dones humanos de la simpatía, de la sencillez desarmante, de la cordialidad, del buen humor a raudales. Y esto, con una férrea unidad de vida, con el poder de una síntesis indestructible.

¿Podría usted plasmarnos en alguna anécdota estas características?

Recuerdo, por ejemplo, que en los años previos a la guerra civil española –años de mucha animadversión hacia la Iglesia–, iba él en un tranvía, cuando se le aproximó –desde el otro extremo– un obrero, seguramente anarquista, con su traje de faena embadurnado de yeso y pintura, y se refregó contra su sotana, dejándosela toda manchada. Mons. Escrivá no dijo ni una palabra, ni esbozó el menos gesto. Y, cuando iba a bajarse, fue él mismo al encuentro de aquel obrero, y lo abrazó hasta quedar más manchado aún, diciéndole algo así: termine usted bien su trabajo, amigo mío, quédese a gusto. Luego descendió del tranvía tranquilamente, rezando por aquel hombre.

Usted acompañó a Mons. Escrivá en sus tres viajes por nuestra América Latina, en 1970, 1974 y 1975, ¿qué impresión global guarda de esos viajes del Fundador?

Una impresión gratísima, como la que guardaba él. Mons. Escrivá sintió muy suyos esos países, los amó de un modo entrañable. Se asombró de sus maravillas, desde la naturaleza –la majestad de los Andes nevados, por ejemplo– hasta las costumbres. De ellas dijo que había aprendido mucho. Pero lo que más me impresiona es que, a pesar de sus precarias condiciones de salud, iba por todas partes, en jornadas agotadoras, desarrollando una energía apostólica tremenda, por amor a la Iglesia y a las almas. Cada noche terminaba exhausto. Era un cuerpo zarandeado por el espíritu, como escribí después de su muerte.

Hasta nuestros países han llegado ecos de la polémica, procedente sobre todo de Europa, en torno a la beatificación de Mons. Escrivá. ¿Por qué tanta controversia? ¿Era un personaje conflictivo?

Me atrevo a decir que esa polémica tiene, en el fondo, poco que ver con él, con su persona. Lo que molesta a algunos pocos es el hecho de que miles y miles de cristianos, dotados de una fe católica solidísima, se dediquen por entero a encarnarla en medio del mundo, en el corazón  de las instituciones y de las estructuras sociales: “a poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas”, como decía nuestro Fundador. Él es un emblema personal de ese hecho inquietante para muchos. No era un hombre conflictivo, sino armonioso y amable, a la vez que enérgico. Muchos santos, en las huellas de Cristo, fueron para la sociedad de su tiempo –a la que traían grandes innovaciones– “un signo de contradicción”, como San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús, San Juan Bosco. Así también, Mons. Escrivá de Balaguer es el estigma de muchos grandes fundadores.

América Latina no es Europa, sin duda. En estos países del sur, muchos de ellos con altos índices de miseria, lo que cierta gente se pregunta más bien es lo que hace o no el Opus Dei por los más pobres.

Al Opus Dei pertenecen por igual académicos y empresarios, empleados, obreros y campesinos. Y todos, desde su sitio, se empeñan ardorosamente en practicar la doctrina social de la Iglesia y en acudir al socorro de los más pobres. Cuando comienza la labor del Opus Dei en una región esto se nota menos. Pero al cabo de los años florecen estupendas iniciativas, no solo para ayudar  a los más necesitados, sino para formarles laboral y espiritualmente, de modo que ellos mismos se hagan protagonistas de su ascenso económico-social. Solo así se rompe el círculo vicioso de la extrema pobreza. Me atrevería a decir que, del mismo modo que el Opus Dei nació entre las oraciones y las ayudas de la gente de las barriadas más pobres de Madrid, ahora la labor de la Prelatura se desarrolla y consolida, en buena parte, por la oración y el sufrimiento de muchos hombres y mujeres de poblaciones periféricas, o de la sierra, o de los pueblos que siguen siendo columna fundamental de nuestro apostolado.

Quizá una pregunta común a europeos y latinoamericanos es, si me la permite, la referente al “poder” del Opus Dei. ¿Son ustedes poderosos?

Para responderle, debo distinguir dos planos. Uno es el poder de la gracia: la omnipotencia misericordiosa del padre, la eficacia redentora el hijo, el poder transfigurador del espíritu Santo. Otro es el poder de los hombres: el dinero, las armas, la política, las influencias. En la Prelatura se palpa a diario el primero de esos “poderes”, porque con esa fuerza de Dios se ha hecho el Opus Dei, y por ahí Mons. Escrivá ha llegado a los altares. El otro poder de suyo no nos interesa, aunque, claro está, necesitamos el honrado pan nuestro de cada día, medios materiales honrados, porque no somos ángeles.

Proporcionalmente hablando, ¿son abundantes de modo especial las vocaciones al Opus Dei en América Latina?

La verdad es que, gracias a Dios, surgen vocaciones a la obra en todo el mundo, también en países no cristianos, incluso paganos. Es una bendición de Dios, que le agradezco todos los días. En los países latinoamericanos, el Señor nos manda abundantes vocaciones, y desde esos países se va ahora a evangelizar otras regiones del mundo, más necesitadas de apóstoles: Iberoamérica es generosa.

 ¿Qué se requiere para entrar a formar parte del Opus Dei?

Nada más y nada menos que una llamada divina. Y con la vocación, se necesita la respuesta libre, libérrima, del interesado. Quienes, por haber sido llamados y haber correspondido, se incorporan a la Prelatura, se entregan del todo a la fascinante tarea de santificarse en el trabajo, santificar el trabajo y santificar  a los demás con el trabajo, cada uno en su propio lugar.

¿Puedo preguntarle cómo fue su propia vocación al Opus Dei? ¿Es usted el primer miembro que ingresó a la institución?

No, no soy el primero, ni soy de la “primera hora” del Opus Dei, que nuestro fundador pasó prácticamente solo, con un heroico trabajo de apariencia estéril, en medio de grandes pruebas. Yo pedí la admisión en 1935, siete años después de la fundación. Primero compartí algunas actividades formativas de la Obra. Luego me decidí, en un plazo de algunas horas, tras una conversación personal con Mons. Escrivá –la segunda de mi vida– y luego de haber oído su predicación, al día siguiente. Después de esa doble e inolvidable experiencia espiritual, me quedó clarísima mi vocación. Debo añadir que eran tiempos especiales, de gracias “tumbativas”. Hoy lo corriente es que pase un tiempo mucho mayor.

Hay quien habla de una especie de coacción ejercida sobre muchachos y muchachas jóvenes  a la hora de “pescarlos” para el Opus Dei. ¿Qué hay de realidad en todo esto?

Nadie puede ligarse jurídicamente a la Prelatura antes de los dieciocho años. Y con un compromiso definitivo solo desde los veintitrés. A esa edad, los jóvenes deciden muchas cosas importantes –su carrera o su oficio, su lugar de residencia, su noviazgo, su matrimonio– sin que a nadie le llame la atención. Además, en el Opus Dei exigimos serias condiciones –metas espirituales muy altas– al que quiera entrar. Y si no lo hace con una libertad soberana, no nos interesa que venga. ¿Para qué querríamos “pescados” contra su voluntad? Se irían a los pocos días. En cambio, la Obra tiene un alto índice de perseverancia hasta la muerte: señal inequívoca de libertad. Y es que queremos –Dios quiere– seres libres, que se le entreguen con plena voluntad.

¿Es esta beatificación una especie de nueva aprobación eclesiástica de la Prelatura?

No exactamente, el Opus Dei ya tuvo antes todas las aprobaciones jurídicas que eran necesarias. Pero, sin duda, un camino de santidad, por aprobado que esté, se refuerza a los ojos de la Iglesia y del mundo cuando santifica a su propio portador, a su primer caminante. Como suelo decir en estos días con un adagio castellano, el movimiento se demuestra andando.

Finalmente, Monseñor, en el año de la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, ¿puedo pedirle que me cuente su último día de vida y su muerte misma?

Murió a mediodía. Aquella jornada, como todas las suyas, fue de intensa oración: la meditación a  primera hora de la mañana, la santa misa, el rezo de la Liturgia de las horas y el Rosario en nuestro trayecto de Roma a Castelgandolfo. Allí, hablando a un grupo internacional de mujeres de la Prelatura, se sintió mal. Volvió a Roma sereno, callado, visiblemente metido en Dios. Al entrar a su lugar habitual de trabajo, se desplomó, cayendo muerto. Traspasados de dolor y sollozando, le besamos las manos y la frente. Murió como había querido y pedido al Señor: sin “dar la lata”. Y murió trabajando, como correspondía a su carisma fundacional, en el trabajo santificado.

Entrevista realizada en el año 1992.

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