• UDEP
  • Lección Inaugural 2015

 

Enrique Banús Irusta


Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Aquisgrán (Alemania) y coordinador del Centro Cultural de la UDEP.


Discurso emitido en:
Piura, 25/04/2015
Lima, 22/04/2015

El aporte de la Universidad a la cultura

 

La cultura general nos ayuda precisamente a no estar perdidos en un mundo que está lleno de referencias, de símbolos, de historia y de historias; a situarnos en ese bosque que es el mundo y a conocer –hablando metafóricamente- los árboles y los arbustos y los animales y también los senderos, a entender las miradas de complicidad que hay en él, de quienes como nosotros están caminando por ese bosque.

Con la venia.
Autoridades académicas,
estimados colegas de claustro universitario,
graduadas y graduados,
señoras y señores.

El aporte de la Universidad a la cultura.

Éste es el tema de la lección inaugural. Y quizá están estén temiendo que comience con largas disquisiciones sobre la definición de la cultura. En realidad, basta recordar que en 1952, dos profesores de Estados Unidos -Alfred Kroeber y Clyde Kluckhohn- publicaron un libro titulado “Culture: A Critical Review of Concepts and Definitions”. En sus 448 páginas presentaban 164 definiciones de cultura. Y posiblemente ahora estén temiendo que les vaya a leer y explicar todas estas definiciones y ver en qué sentido la Universidad puede aportar a cada una de ellas; pero no voy a ir por ese camino: voy a centrarme en tres sentidos de cultura –que además son sentidos que utilizamos en la vida cotidiana–, y a preguntar qué papel puede jugar la Universidad en estos tres significados de cultura.

En primer lugar, cuando decimos: “es una persona de gran cultura”, nos estamos refiriendo a una persona que tiene amplios conocimientos, quizá aquello que antes se llamaba “cultura general” (éste sería el primer sentido). En segundo lugar, cuando hablamos del Ministerio de Cultura, sabemos que –además de proteger y poner en valor el patrimonio- se ocupa de fomentar las artes. Y, en efecto, muy a menudo identificamos la cultura con “las artes”. En tercer lugar, cuando hablamos por ejemplo de “cultura peruana” o “cultura latinoamericana” o la que fuere, nos estamos refiriendo precisamente a ese patrimonio, a un estilo, unos valores, a un modo de ver la vida que posiblemente nos permita –y me voy a centrar en ello– hablar también de una cultura universitaria, o incluso de una cultura específica de la Universidad de Piura.

El primer sentido sería, pues, el de cultura como conjunto de conocimientos, como “cultura general”, como se solía denominar. Antes de preguntarnos qué puede aportar la Universidad a esta “cultura”, conviene preguntarse qué sentido tiene esa cultura. En efecto, nos puede parecer algo obsoleto, superado, más propio de una época en que la burguesía se adornaba con ese saber que de una época en que todo conocimiento está accesible vía internet. ¿Para qué “tener cultura” si en todo momento puedo acceder al conocimiento?

No se trata, obviamente, de saber cuántos obeliscos hay en Roma u otros detalles anecdóticos; pero, ¿de qué sirve saber nombres y siglos y conceptos? ¿Cuáles son los efectos de esos conocimientos, de esa cultura general? ¿Por qué es necesaria? Me detendré sólo en dos argumentos.

Me gusta citar una película, ya de hace algunos años, en que en un momento dado hay dos personajes perdidos en un bosque en Alaska, uno mayor, otro más joven. El mayor le pregunta al joven por qué muere la gente que se pierde en el bosque. Al más joven se le ocurren las respuestas obvias: “De hambre, de sed, un oso los devora”. Pero el personaje mayor, lleno de sabiduría, le dice: “No, no es por eso. Las personas que se pierden en el bosque se mueren… de vergüenza de haberse perdido”. Y realmente, el ser humano, cuando está perdido, pasa vergüenza.

La cultura general nos ayuda precisamente a no estar perdidos en un mundo que está lleno de referencias, de símbolos, de historia y de historias; a situarnos en ese bosque que es el mundo y a conocer –hablando metafóricamente- los árboles y los arbustos y los animales y también los senderos, a entender las miradas de complicidad que hay en él, de quienes como nosotros están caminando por ese bosque.

Recuerdo muy bien una conversación en Mendoza, en Argentina, tras un largo viaje. Iba yo a un congreso, pero a través de un amigo común en Buenos Aires me contactaron algunas personas que estaban con la ilusión de crear un centro cultural y me convidaron a almorzar. Era una de ellas un arquitecto mayor, profesor jubilado de la universidad, que estaba muy indignado con el alcalde de la ciudad. Su argumento era: “Este hombre no sabe leer la ciudad” – no tengo tiempo de explicar las muy interesantes razones que aportaba para esta afirmación-, y la consecuencia era que su actuación como alcalde estaba haciendo daño a la ciudad. Realmente es una frase llena de sabiduría: “Leer la ciudad”, leer el mundo que nos rodea, leer los rostros con que nos encontramos, leer la historia que se plasma en todo rincón y descubrir en esos rostros la historia que hay en cada persona. Quien no sabe leer causa daño en ese mundo, en esa ciudad, también en esas personas.

(…) Apreciar la cultura en estos dos sentidos, ir creciendo en ella, exige reposo, quietud, serenidad, contemplación. Quien va corriendo por la vida o por la ciudad, por el mundo, ni mira ni lee ni aprecia ni comunica ni contempla.

La cultura nos ayuda precisamente a leer ese mundo, los rostros de las personas que nos rodean. Y esto no es solo cosa de los humanistas. Parece que hablar de cultura fuera un privilegio de los humanistas. Nos consideramos, desde luego, unos privilegiados porque podemos hablar de cultura, pero en todas las profesiones se puede leer el mundo, encontrando siempre nuevos sentidos en él.

Recuerdo una ocasión en que estaba acompañando como intérprete a ingenieros especialistas en temas ferroviarios, concretamente ingenieros de los ferrocarriles españoles que estaban estudiando en Alemania el trazado del tren de alta velocidad; en un momento determinado nos llevaron a ver un trazado que estaba ya acabado pero todavía no estaba en uso. Uno de los ingenieros españoles salió corriendo de la combi, hacia la vía férrea. Yo fui detrás –realmente no sé por qué, porque no había nada que traducir: él estaba solo–; se quedó mirando hacia abajo y dijo: “¡qué belleza!”. Yo miraba; buscaba algo que los humanistas solemos calificar como bello: una planta, una flor, un animalito. No veía nada. Algo avergonzado, le pregunté: “Belleza, ¿de qué?”. Me dijo: “De la suspensión de los raíles. ¡Qué belleza la suspensión de los rieles!”. Me explicó cuál era el problema técnico que se tenía que resolver (no tengo tiempo de desarrollarlo aquí), pero el modo en que lo habían hecho los ingenieros alemanes le parecía lleno belleza. Eso es cultura, eso es “saber leer.

Por otra parte –y paso a un segundo argumento en favor de la “cultura general”-, el gran historiador del arte Ernst Gombrich, en un pequeño –y excelente artículo sobre el tema- decía que la cultura general es un lugar de encuentro. Cuando somos personas de cultura, somos capaces de mantener diálogos con aquellas personas con las que compartimos un aspecto de esa cultura (y me refiero a toda la cultura, sin falsas distinciones entre lo popular y la así llamada “alta cultura”). La capacidad de diálogo es tan importante para el ser humano. Si no tenemos cultura, nos puede suceder –yo procedo de un país donde se vive en vertical, en casas de muchos pisos– el ‘síndrome del ascensor’. Es decir, uno se encuentra en el ascensor con un vecino y ¿de qué conversas?, del tiempo: “Este año hace más calor que el año pasado”. “Sí, yo no recuerdo un calor igual”. Pero esto da hasta el segundo piso, y a partir de ahí, el silencio.

Si no hay cultura, vivimos en un continuo ‘síndrome del ascensor’. Los temas de conversación se reducen a la propia vivencia cotidiana, a temas superficiales, a asuntos banales, lo inmediato…, y no podemos ir más allá. La cultura nos da lugares de encuentro con personas que físicamente pueden estar cercanas o muy lejos. Hoy en día las distancias ya no cuentan, como bien sabemos. Puedo entrar en diálogo con alguien en Australia que comparte conmigo algún aspecto de la cultura.

En segundo lugar, decíamos, identificamos la cultura con las artes. Apreciar el arte. ¿La Universidad tiene que enseñar a apreciar el arte? ¿Por qué? ¿Qué se gana sabiendo apreciar el arte? Seguimos en la línea de “saber leer”. Saber leer lenguajes específicos, los lenguajes del arte: las palabras, los movimientos, los sonidos, los volúmenes, las formas, los colores. Apreciar el arte es abrirse a otros mundos. Porque el arte expresa otros mundos, o expresa otras reacciones ante el mismo mundo: el mundo exterior y el mundo interior, lleno de preguntas, de misterios, de enigmas que los artistas han sabido plasmar de forma no siempre convincente en sus contenidos pero siempre con una maestría en el manejo del lenguaje que están utilizando.

Por tanto, apreciar el arte significa desarrollar una gran capacidad del ser humano. Dice Santo Tomás de Aquino que el ser humano es “capax universi”, capaz del universo (no lo dice en el sentido en que yo lo estoy utilizando, lo estoy manipulando un poquito; es el privilegio de los oradores cuando citan a personas que ya no pueden defenderse, como es el caso); es capaz, por tanto, de vivir en su mundo y en otros mundos, en los mundos que han plasmado los artistas, repito, con maestría.

Y este es un segundo aspecto de ese apreciar el arte: aprender a apreciar la maestría, la obra bien hecha, la obra al menos formalmente bien hecha. Aprender, pues, a distinguir el trigo de la paja, desarrollar un sentido crítico, distinguir la palabra del eco, el fuego del humo, lo que vale la pena tener en cuenta y lo que no vale la pena tener en cuenta.

Apreciar el arte es, por lo tanto, abrirse a otros mundos y abrirse con ese sentido que sabe apreciar la maestría y sabe distinguir aquello que, aún expresado de forma maestra, tiene debilidades humanas o no sabe dar una respuesta adecuada. Porque también sabemos que hay formas maestras de representar el mal, de presentar aquello que desde la persona en su integridad puede ser problemático y aun oscuro. El sentido crítico, la capacidad de formarse un criterio se va desarrollando al leer el mundo, al leer el arte.

Cada profesor, cada profesora, con su actitud ante la cultura, de vivirla, de crecer en ella, la va transmitiendo.

¿De qué modo contribuye la Universidad, de qué modo puede contribuir a crecer en esa cultura? No es cuestión de una Facultad, especializada en ello. Es cuestión de toda la Universidad. Porque la Universidad no es una profesión, es un estilo de vida. Y cada profesor, cada profesora, con su actitud ante la cultura, de vivirla, de crecer en ella, la va transmitiendo. Va enseñando a leer si en todo momento se percibe que él, que ella sigue en toda su vida aprendiendo a leer, va enseñando a distinguir entre el trigo y la paja si en todo momento se percibe que va intentando formarse esa visión humana.

Ahora bien, apreciar la cultura en estos dos sentidos, ir creciendo en ella, exige reposo, quietud, serenidad, contemplación. Quien va corriendo por la vida o por la ciudad, por el mundo, ni mira ni lee ni aprecia ni comunica ni contempla. Parece que vamos cada vez más hacia una universidad que imita la vida profesional, una universidad llena de prácticas, de entregas, de prisas. ¿Sabrá esa universidad ser un lugar de reposo, de quietud? ¿Sabrá enseñar serenidad, contemplación incluso, sabrá, en suma, enseñar a leer?

Y paso al tercer punto: Si aceptamos que existe una cultura peruana, europea, latinoamericana, española, vasca, catalana, o lo que sea, incluso la cultura de un equipo de fútbol o de otro, si aceptamos esos términos, también aceptaremos que existe una cultura de las diferentes corporaciones y, por tanto, una cultura universitaria.

Voy a destacar sólo dos elementos que me parecen propios de esa cultura universitaria. En primer lugar, la resistencia frente a lo falso. Obviamente, no siempre la Universidad ha sabido hacerlo. Si, por ejemplo, se estudia la historia de la Universidad alemana, qué poca resistencia frente al nazismo encontramos. Se puede explicar el porqué, pero en esos momentos la Universidad alemana fracasó.

Pero hay muchos ejemplos de resistencia. Recuerdo perfectamente, muy poco después de la caída del muro de Berlín, mi primera visita a la Universidad de Cracovia – una universidad relevante, con más de 600 años de existencia, donde Copérnico fue profesor–. Organizamos desde Alemania un seminario con estudiantes españoles y alemanes. Allí, una profesora, después de una conferencia en un español absolutamente excelente, nos enseñó la Universidad. Y nos llevó al Aula Magna, donde los nazis, con una excusa, habían reunido a muchos profesores de la Universidad. De ahí los llevaron a Auschwitz, al campo de exterminio. Murieron bastantes, no asesinados directamente, pero sí por las penurias del hambre, las enfermedades…

Pues bien: en el comunismo, la Universidad de Cracovia –una universidad estatal– iniciaba el año académico con la Misa del Espíritu Santo, celebrada por el arzobispo, que durante muchos años fue Karol Woytila, luego Papa Juan Pablo II. Y en el acto de apertura de curso, las autoridades que no estaban presidiendo se sentaban junto al cardenal y no junto al representante del gobierno comunista. Un ejemplo de Universidad en resistencia, en resistencia ante la imposición de una ideología.

Ahora, la presión no va ahora por ahí, por algo que el Estado quiera imponer o prohibir, pero sí hay presiones sobre la Universidad, siempre las hay. Quizá en estos momentos -muchas personas lo han descrito- hay una presión en el sentido de querer que la Universidad sea una empresa, en la cual todo producto tiene que ser rentable; y, como en un supermercado, si no es rentable, se retira de los estantes.

Yo recuerdo cuando inicié mis estudios en mi primera alma máter, la Universidad de Bonn, en Alemania, me fascinó descubrir algunos departamentos y carreras que yo llamaría “exóticos”. Descubrí que los alemanes tienen un término para ellos: “Orchidäenfächer”, es decir, titulaciones “orquídea”. “Orquídea” porque hay muy pocas y porque son costosas. Hace muy pocos días, preparando esta intervención, he entrado en la página web de la Universidad de Bonn, con curiosidad: por ver si se mantenían estas “orquídeas”, o si habían sucumbido a la presión del mercado. Y me he encontrado con una larga lista de carreras y departamentos, que incluye, entre otras, Egiptología, Americanística antigua, Historia del arte asiático e islámico, Celtología. Y me he encontrado con Mongolística y Tibetología, un departamento que tiene 11 doctorandos. No sé cuántos estudiantes, pero seguro no son muchos. Repito: no se trata de algún curso aislado, un conversatorio de vez en cuando; no: son titulaciones, departamentos, programas de doctorado.

Seguro que ninguno de ellos es rentable desde el punto de vista económico. Pero mantener esas titulaciones son decisiones que van más allá de lo económico, que tienen que ver con un modelo de la Universidad, con la idea de que la Universidad tiene que cumplir unos objetivos relacionado con el saber, el conocer; también conocer otros mundos y transmitir la capacidad de dialogar con esos mundos. Dentro de ese amplio panorama, cada universidad tiene que posicionarse en el mapa, fijar sus prioridades, definir lo que para ella es esencial.

Si subrayar separatas es la principal actividad universitaria, estamos matando la Universidad. (…) Los profesores universitarios somos toda la vida buscadores, y personas que hacemos buscar, que sembramos inquietudes, que animamos a echarse a nadar.

En la Universidad de Barcelona en la que trabajé durante seis años – la Universidad Internacional de Catalunya, una universidad privada– aparte de dirigir una maestría en Gestión Cultural, tuvieron la extraña idea de nombrarme decano de la Facultad de Humanidades, un decano de transición, me dijeron, y como tal, cumplí durante tres años. Que coincidieron ya años de crisis en España, esa crisis de la que seguro que han oído hablar. La Facultad de Humanidades ya de por sí no tenía muchos alumnos; y la crisis agudizó esta situación. Estábamos en julio, que en España se corresponde con el final del año académico; quienes iniciarán sus estudios el año académico siguiente, en septiembre, ya se han ido matriculando. Se toman ya, por tanto, decisiones estratégicas en la universidad.

En ese momento nosotros teníamos siete alumnos inscritos para empezar al año siguiente el primer ciclo. Lo recuerdo perfectamente: un lunes, el rector me convocó para decirme que el año siguiente no se iba a abrir esa titulación. Teníamos siete estudiantes inscritos. Yo convoqué al Consejo de Facultad, convocamos a los profesores, les informamos y empezamos a avisar a quienes se habían matriculado para que buscaran otra opción. El martes en la tarde no quedaba ya nadie en la Facultad. Julio, en Barcelona, es un mes ya caluroso, con el cansancio acumulado de todo el año académico. Yo era el único de la Facultad que estaba ahí, trabajando en mi oficina, lo recuerdo perfectamente. A un cuarto para las siete de la tarde, llaman a la puerta de mi oficina; era el rector, que venía casi sin aliento. Me dice: “¿Ya han empezado a avisar a los inscritos?” “Sí, rector, ya hemos empezado”. “Pues de lo que dije ayer, nada”. “Rector, ¿qué ha pasado?”. Venía de la reunión del patronato –es decir, los representantes de la fundación que ostenta la titularidad jurídica de la Universidad y se ocupa también de su financiación: empresarios, notarios abogados, etc. –. Allí, el rector había presentado el informe del año académico y, entre otras cosas, había comentado: “El año que viene no se abre la titulación de Humanidades. Hay sólo siete alumnos etc. etc.”. Al finalizar el informe, uno de los miembros del patronato pregunta: ‘¿Rector, has dicho que no empieza Humanidades?’. ‘Sí, porque hay muy pocas matrículas’”. Entonces, el presidente del patronato, un empresario del sector automovilístico que vio venir la crisis años antes, y tomó dos decisiones claves para su empresa: diversificar e internacionalizar, un empresario, pues, que sabía de gestión de crisis, dijo: “Rector, en esta Universidad siempre habrá una titulación de Humanidades. Es fundacional”. Y el rector –me lo contaba con toda sencillez– comentó: “Pero vamos a perder dinero”. El presidente sonrió y le dijo: “Rector, soy empresario”.

En ese momento yo supe que estaba en una universidad y no en una academia. Son decisiones que van más allá de la presión económica. Obviamente, la responsabilidad económica es una responsabilidad extraordinariamente importante, en cualquier institución y cualquier organización. Sin ella, nada funciona. Pero en la Universidad no puede convertirse en el criterio único.

El segundo elemento de la cultura universitaria puedo ilustrarlo con un sucedido reciente. En uno de los últimos viajes viniendo de Europa, iba sentado a mi lado un personaje joven muy entretenido con su tablet, donde tenía juegos, películas… Pero al cabo de unas diez horas, se cansó de su tablet y consideró más interesante conversar conmigo. Resultó ser un informático, gallego, que trabaja en una empresa con clientes importantes en América y, por tanto, viaja regularmente. Me preguntó a qué me dedicaba. Le dije que trabajaba en la Universidad. Y empezamos a conversar sobre la Universidad. Me dijo una cosa de la que yo inmediatamente pensé: “Esto lo voy a citar en la lección inaugural”.

Así que paso a citar a Diego (que en setiembre se va a casar con Diana, según me contó): “En la Universidad –me dijo-, aparte de prepararme para la profesión, yo aprendí una cosa: a buscarme la vida. Esa –siguió diciendo– es la diferencia esencial con el colegio. En la universidad aprendes a buscarte la vida”. En ese momento yo recordé mi primer trabajo de investigación, en la Universidad de Bonn.

Creo que fue al final del tercer ciclo, quizá del segundo. El profesor entró en la última clase con unas tiritas de papel que había recortado de una hoja escrita a máquina. Nos dio una cada uno, y dijo: “Este es el tema de su trabajo de investigación. Si tienen alguna duda, pueden venir a mi oficina; mi horario de atención es este”. Teníamos un mes para hacer el trabajo, ya sin clases. A mí me tocó el apasionante tema: “Los nombres y su función en los relatos tempranos de Thomas Mann”. Obviamente, acudí corriendo al horario de atención. Y dije al profesor: “Mire, me corresponde este tema, ¿dónde encuentro información?”. Me sonrió muy amable y me dijo: “En la biblioteca”. Me fui a la biblioteca y ahí había una señora mayor muy amable y atenta, sonriente. Le conté mi problema y le pregunté: “¿Dónde encuentro información?”. Se paró, señaló los muchos estantes con libros y dijo: “Allí. Y cualquier cosa, ya sabe, me pregunta”.

Entendí en ese momento que tenía que buscarme la vida. No recuerdo casi nada de aquellas clases. Pero aun hoy sería capaz, si les interesa, de explicarles la función de los nombres en los relatos tempranos de Thomas Mann.

La Universidad, en efecto, enseña a buscarse la vida, de una forma universitaria, de una forma académica.

Pero hoy quizá más que antes un riesgo: ir conformando una universidad paternalista, de dar todo hecho. El año pasado estaba dando un curso en una Facultad –no diré cuál– en Piura. Y les dije: “Tienen que buscar ustedes información por su cuenta”. Era información muy normal; no hacía falta WikiLeaks o contactos con los servicios secretos para encontrarla: En qué siglo fue el Renacimiento, quién era Dante Alighieri, quién escribió la Divina Comedia, etc. Y cuando ya fue pasando el tiempo y se iba acercando el examen, empezaron a agobiarse (somos culturas cortoplacistas) porque no habían buscado la información. Y entonces una estudiante, muy sonriente, me dijo: “Profe, no sea malito –ese es el gran argumento: ‘no sea malito’–. ¿Por qué no pone todo en una separata, aunque sea gordita, y nosotros ya la subrayamos?”. Si subrayar separatas es la principal actividad universitaria, estamos matando la Universidad. Busquen ustedes, estimados colegas, y hagan buscar. Los profesores universitarios somos toda la vida buscadores, y personas que hacemos buscar, que sembramos inquietudes, que animamos a echarse a nadar.

La cultura universitaria no puede ser paternalista.

Junto a esa cultura universitaria en general me atrevería a subrayar que también existe una propia cultura de la Universidad de Piura, unos valores comunes, también un estilo propio. Y todo esto va más allá de la respuesta que dio en una ocasión un profesor de Cambridge, visitante en la Universidad de Navarra. En el almuerzo, cuando ya había un poco más de confianza, le preguntaron en qué estaban de acuerdo todos los profesores de la Universidad de Cambridge, cuál era, por tanto, “su cultura”. Pensó un rato y luego, con típico humor británico, dijo: “Yo creo que todos estamos de acuerdo en que copiar en los exámenes no está bien”. Ese, según él, era el común denominador. La cultura específica de la Universidad de Piura pienso que va mucho más allá.

Además, estoy convencido  –y lo digo, como todo lo que sigue, casi como observador, porque no llevo mucho tiempo aquí– que el gran aporte de la Universidad de Piura a la cultura en este país, en la región, en la ciudad y también más allá de las fronteras es la fidelidad a su cultura.

Voy a señalar sólo dos elementos que me parecen nucleares.

De un lado, probablemente cuando escuchamos que una organización basa su trabajo en una visión cristiana, en un ideario cristiano, probablemente pensamos en la centralidad de la persona como un elemento esencial. Posiblemente el cristianismo es la única visión del mundo –no una ideología, porque el cristianismo no es ideología– que reconoce a la persona, a cada persona, en sí misma; las ideologías, de derechas o de izquierdas –si queremos aceptar esta simplificación- no la reconocen. Para las ideologías, la persona es sólo representante de un grupo, grupo que siempre está intentando salir adelante en la lucha con otros grupos por el poder, porque ésa es la imagen de la sociedad que entienden las ideologías.

Posiblemente el cristianismo es la única visión del mundo –no una ideología, porque el cristianismo no es ideología– que reconoce a la persona, a cada persona, en sí misma; las ideologías, de derechas o de izquierdas no la reconocen.

Permítanme un ejemplo: hace un tiempo una institución que ha trabajado mucho en el campo de la cultura me invitó a unas jornadas en las que interveníamos múltiples ponentes. Yo presenté mi ponencia: todo perfectamente normal; alguna gente preguntó, hubo diálogo, al terminar se acercaron algunos, estuvimos conversando, etc. Pero meses después, conversando con quien había organizado las jornadas, informalmente con un cafecito, me dijo que sus colegas le habían criticado por invitar a la Universidad de Piura. Y él dijo: “Yo no he invitado a la Universidad de Piura, he invitado a Enrique Banús”. Y le contestaron: “Pues eso, la Universidad de Piura”. Obviamente, yo no representaba a la Universidad de Piura y con nadie de la Universidad de Piura consulté lo que iba a decir allí. Pero para las ideologías, la persona es representante de un grupo y su ideología, y está en esa lucha por el poder en la que sólo se conocen amigos y enemigos.

Ya lo decía ese gran poeta y firme marxista que fue César Vallejo en su famoso poema “Sombrero, abrigo, guantes”: “Importa que el otoño se injerte en los otoños, importa que el otoño se integre de retoños”. No interesan ni los otoños ni los retoños. Sólo importa ese gran otoño. En cambio, poner en el centro –y cito al Papa Francisco en su discurso ante el Parlamento Europeo–, a la persona humana significa “dejar que muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad”. Qué bonito lema para una Universidad: que cada persona en la Universidad muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad. Sólo desde esa libertad se puede realizar lo que Juan Pablo II llamó “el significado de los estudios universitarios”: “la relación creativa de la verdad”, pues “toda la realidad ha sido confiada como tarea al entendimiento y a la capacidad cognoscitiva del hombre”.

Pero en esa centralidad de la persona se debe descender a lo concreto, si no se quiere caer en la contradicción de ese personaje de tira cómica de Estados Unidos que es Charlie Brown, quien dice: “Amo a la humanidad pero me molestan los seres humanos”. Y descender a lo concreto, hacer girar toda una organización en torno a la persona planea un problema: supone mucho trabajo. Organizar toda una institución desde la persona y para la persona supone mucho más trabajo que organizarlo desde las estructuras, desde la supuesta razón práctica organizativa.

Permítame aquí también un ejemplo: hace pocos días, en el campus Piura se presentó una señora, ya con una cierta edad, para inscribirse en uno de los cursos del Centro Cultural: ella misma y su esposo. Preguntó dónde se celebraba el curso y le indicamos el aula: A-43, es decir, arribita del todo. No, su esposo no iba a poder venir: tiene problemas para subir escaleras.

Era el día antes del comienzo del curso o incluso el mismo día por la mañana. Todos sabemos que encontrar aulas es un tema complejo. Decidimos intentarlo y tuvimos suerte: encontramos un aula en el primer piso. Fue más de una hora de trabajo. Es lo que tiene la centralidad de la persona.

Por eso nos fascina la razón técnica, organizativa. Porque simplifica y da menos trabajo. Y pensamos que ahí está la solución, en procedimientos cada vez más exhaustivos y más sofisticados.

Hace ya bastantes años, un teólogo alemán, en una conferencia muy comentada en aquel momento, dijo que de la “sola Scriptura” de Lutero habíamos pasado a la “sola structura”, a pensar que es la estructura la que nos salva.

Probablemente en el desarrollo de todas las organizaciones –esto seguro que los han estudiado mucho los profesores del PAD y de la Facultad de Empresa- hay un momento en que hay que sistematizar, institucionalizar, crear procedimientos. Y luego probablemente haya toda una vida para ir reduciéndolos, adaptándolos, simplificándolos.

El año pasado, en un momento dado yo pensé que sería bueno hacer en mi curso las cosas de una manera determinada. Era una cuestión de evaluación y puntaje, nada dramático (bueno, para los estudiantes lo más dramático que hay en la universidad), pero me dijeron: “No se puede, no está previsto en el sistema”. Y a mí me salió decir: “Pues habrá que cambiar el sistema”. Porque el que sabe de Literatura Universal es el profesor, no el sistema. Y si el sistema está por encima del profesor, algo falla.

Además, la centralidad de la persona supone nunca instrumentalizar a la persona, tenerla en cuenta cuando la necesitamos, por ejemplo, para que nos haga algún trabajo, y luego olvidarnos de ella.

Supone vivir la justicia hasta en sus más pequeñas manifestaciones, que pueden ser, por ejemplo, terminar las clases puntualmente. ¡Cuánto nos cuesta a los profesores! Siempre pensamos que esa frase tiene que ser dicha: es la más importante. Pero los estudiantes tienen derecho a una pausa, al descanso.

Supone la lealtad a los compromisos, mantener la palabra dada, no cambiar a última hora las condiciones de un examen, por ejemplo, añadiendo tres o cuatro separatas más que, de pronto, entran en el examen.

Todo esto y muchas cosas más se deducen del respeto a la persona.

Pero pasemos a un segundo elemento que considero esencial en una cultura universitaria cristiana: el sentido positivo. Tiene una razón bien profunda: supone –glosando al primer Gran Canciller de esta Universidad- reconocer que hay un algo divino en todas las cosas y toca a cada uno descubrirlo.

Esto no es fácil, porque la cultura universitaria suele ser crítica: en la Universidad, en efecto, nos dedicamos al análisis crítico, a encontrar fallos, a desarrollar teorías, alternativas. Nuestra reacción automática cuando nos presentan un proyecto, una iniciativa, es: “Yo lo haría de otra manera; tiene estos y estos puntos débiles”. Sin embargo, en una perspectiva cristiana, me parece que dentro de la Universidad, de cara a iniciativas y proyectos, hemos que aparcar esa capacidad crítica y desplegar un gran sentido positivo: todo lo que hace alguien de la Universidad es valioso y trataremos de apoyarlo. Obviamente, si pensamos que hay errores o posibilidades de mejora, transmitiremos nuestras reflexiones – eso sí: siempre directamente, a la cara, no por terceros interpuestos, con comentarios aquí y allá. Y siempre desde el respeto, incluso la admiración. Si podemos aplicar la tan clara distinción de esa gran filósofa que es Mafalda, se trata de ser no “problemólogos” sino “solucionólogos”. Hay personas que parecen querer demostrar su inteligencia haciendo ver problemas y complicaciones. Eso es muy fácil. La inteligencia, en verdad, se demuestra aportando soluciones.

Si “universitario” quiere decir “universal” –ya sabemos que no quiere decir exactamente eso, pero viene bien en estos momentos–, la primera universalidad es dentro de la propia Universidad: todo lo que se hace en el último rincón de la Universidad es algo mío.

Además, no podemos vivir como me contaban mis amigos historiadores en Alemania: cuando iban a los archivos de la Cancillería a estudiar un tema, les traían sus documentos y se sentaban en la biblioteca, cada uno en su mesa; cuando se acercaba un colega, a saludar, a conversar, el movimiento instintivo era tapar los documentos con los que estaban trabajando, no sea que les copiaran algo. Ese espíritu de “esto es lo mío” no es universitario. Si “universitario” quiere decir “universal” –ya sabemos que no quiere decir exactamente eso, pero viene bien en estos momentos–, la primera universalidad es dentro de la propia Universidad: todo lo que se hace en el último rincón de la Universidad es algo mío.

Permítanme abundar en el tema con un ejemplo. Durante muchos años fui primero subdirector ejecutivo y luego director del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Navarra, y luego director. Contábamos con escasísimos medios; éramos dos personas para las actividades: el director y una administrativo, y los demás, eran estudiantes, becarios que ayudaban o “desayudaban”, según los casos. Con esa estructura organizamos actividades de incidencia en la ciudad, en la región y otras, de ámbito internacional. Muchas veces me he preguntado cómo lo hicimos. Y creo que un factor esencial eran los ánimos que nos daban los colegas. No era que vinieran muchos a las actividades pero siempre les parecían estupendas. Vivíamos arropados por los ánimos de toda la Universidad. Con ello, la escasez de medios se potenciaba y se hacían maravillas.

Pero volvamos un momento sobre el primer punto: cuando hablamos de la centralidad de la persona, ¿a qué personas nos estamos refiriendo? Últimamente se está imponiendo el hacer una Universidad para los alumnos, vistos además como clientes. Hace tiempo, un taxista me contaba de una sobrina suya que trabajaba en una universidad pública y se pasó a una privada. En el primer curso que dio desaprobó a un alumno. La llamaron al orden: “¿Cómo se le ocurre desaprobar a un alumno? ¿Por qué lo hace?”. “Porque no sabe nada”. “Ya, pero no puede hacerlo: no lo olvide, él es nuestro cliente. Está pagando su sueldo”. Les entregó los exámenes, se despidió y volvió a la universidad pública. En alguna de las universidades en que me invitan regularmente a dar clases, los alumnos rellenan una “encuesta de satisfacción” sobre cada profesor. Que acaba convirtiéndose –por mucho que se asegure que no es así- en algo muy parecido a una evaluación de la calidad docente. Esa visión de la Universidad es la muerte de la Universidad.

No, cuando hablamos de centralidad de la persona hay que pensar sobre todo en las personas que trabajan en la Universidad, que casi viven en ella. En los profesores y todo el personal que en los diferentes servicios contribuye a que la Universidad vaya creciendo y madurando: ellos son quienes allí no están de paso, quienes están en la Universidad muchas veces pudiendo estar trabajando en otro sitio, incluso en mejores condiciones económicas.

Y ante todo, los profesores: ellos son quienes sobre todo van a realizar ese significado de la universidad tal como se ha sido esbozada antes: “toda la realidad ha sido confiada como tarea al entendimiento y a la capacidad cognoscitiva del hombre en la perspectiva de la verdad, la cual debe ser buscada y examinada”; ellos son quienes ante todo buscan y examinan la realidad en esa perspectiva.

Y ellos son el primer interlocutor. Las facultades, los departamentos, las áreas son unidades administrativas necesarias, pero no son el núcleo de la Universidad ni el interlocutor: el interlocutor es el profesor. Un profesor universitario es algo muy serio (y entiéndase que se utiliza “algo” por condicionamientos lingüísticos). ¿En algunos casos se ha exagerado? Sin duda, pero eso no quita que es la persona fundamental en una universidad: interlocutor, no súbdito ni empleado.

Y permítanme un recuerdo personal: cuando comencé a trabajar en la Universidad de Aquisgrán en Alemania –yo no era nadie, un recién llegado lector de español-, la distribución de la carga docente se realizaba de la siguiente manera: nos reuníamos los profesores de Lengua, Literatura y Cultura Española –el jefe no estaba: era un experto en Filología Francesa y no intervenía-, teníamos delante los cursos que se tenían que impartir y entre nosotros los distribuíamos de acuerdo con las preferencias de cada uno. Al final llegaban “las joyas de la corona”: los seminarios. El más veterano proponía: “Enrique, me parece que este semestre, si quieres, te corresponde impartir el seminario de literatura”. Todo el mundo aceptaba: los seminarios eran los cursos más bonitos, podían ser con pocos alumnos, muy participativos porque todos leían los textos que se acordaban. Y con eso terminaba la reunión. El tema del seminario lo decidía cada profesor, sin injerencia alguna. Los horarios los decidía cada profesor. Se entregaba luego la hoja correspondiente al encargado de distribuir las aulas. Y él buscaba en el horario que cada quien había dispuesto. Eso sí: a veces te correspondía caminar diez minutos hasta el aula que te hubieran encontrado, allá en el Instituto de Ingeniería Aeronáutica, rodeado de simuladores de vuelo.

¿Y el jefe? Ni veía el resultado de todo aquello. Seguro que el modelo no es replicable en todos los sistemas universitarios, pero denota un respeto importante al profesor.

Si el profesor es un interlocutor, ¿cuál es el lugar más importante de la Universidad? He buscado si la respuesta la había dado algún personaje importante, un Albert Einstein o Wilhelm von Humboldt, pero no lo he encontrado. A mí me lo dijo un estudiante de la Universidad de Bonn, que en mi segundo día como universitario se ofreció a enseñarme el edificio central, el antiguo palacio del verano del Príncipe Elector, el Arzobispo de Colonia. Las aulas tienen número romanos. Y me dijo: “Ahora vamos al aula más importante de la Universidad: el aula C”. Yo pensé si habría tantas, hasta llegar a cien. Y me llevó a la cafetería: “El aula C. La más importante”.

En cierto sentido, tenía razón: la cafetería es un lugar de diálogo. Y el diálogo es esencial en la Universidad. En la cafetería, en una oficina, caminando por el campus… da igual: pero hay cosas que no se comunican con un correíto (el plan docente, por ejemplo: se conversa antes, se dialoga; luego puede haber un correíto concretando). Y ya el “está en la web” y allí se lo encuentra es la deshumanización de la Universidad.

Los profesores, sí. Emulando el “If a were a rich man” de “El violinista en el tejado”, podría decir: Si yo fuera rector –el Cielo es misericordioso y nos librará a mí y a cualquier universidad de ello– yo me ocuparía sólo de una cosa: me ocuparía de seleccionar muy bien a los profesores, de formar muy bien a los profesores y de que esos profesores bien seleccionados y bien formados estén muy motivados. A partir de ahí, creo que la Universidad funcionaría sin ningún problema. Y que resultaría una buena universidad.

Hay (no en esta universidad, pero en general) muchos profesores desanimados, cansados por las muchas horas de clase, un poco decepcionados, necesitados por motivos económicos de estar en trabajos varios. Con profesores desmotivados e instalaciones fantásticas no se hace una buena Universidad.

Seguro que sobre la motivación los profesores del PAD y de la Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales han publicado muchísimo. Yo no he leído nada, pero me atrevo a decir que la motivación depende de cuatro factores, algo así como el “cuadrado de Banús” (así como existe la –por cierto muy falsa- “pirámide de Maslow”, y si este cuadrado llega a ser famoso alguna vez, cosa que dudo muchísimo, pueden decir que estuvieron en la primera ocasión en que se presentó en público). Pienso que la motivación depende de cuatro factores:

D – diálogo
C – confianza
A – agradecimiento
D – Disculpas

Estos cuatro factores conforman el cuadrado dentro del cual crece la motivación y, consecuentemente el buen trabajo.

Del diálogo hemos hablado anteriormente. El agradecimiento y la confianza me parece que son elementos esenciales de toda sociedad: pienso que cuando el agradecimiento sea mayor que la envidia y la capacidad de reconocer errores sea mayor que el orgullo, viviremos en un mundo mejor.

Porque somos cultural orgullosas. ¿Una prueba? Los correos electrónicos –es un test que voy haciendo yo en varios países- que encierran algo que no gusta (un comentario un poco crítico, una pregunta desagradable) sencillamente no se contestan. Y por eso nos cuesta tanto lo que es la mejor terapia social, en cualquier sociedad: el pedir disculpas por los errores, sin excusas ni explicaciones.

El cuarto punto, la confianza yo la aprendí en la Universidad de Navarra: aprendí lo que es gobernar desde la confianza. Cuando fui nombrado Subdirector ejecutivo del Centro de Estudios Europeos, el director, que era el decano de una incipiente Facultad de Ciencias Económicas y Empresariales, más o menos me dijo: “Mira, yo voy a hacer como la Reina Madre: iré a dar discursos, estrechar manos y entregar certificados. No tengo tiempo para más. Así que, tú te ocupas de todo lo demás. Puedes contar siempre con mi ayuda, me puedes llamar siempre, pero sólo en asuntos de vida o muerte”. Entendí. Y pronto se planteó un asunto que no era de vida o muerte, pero que me parecía que había que consultar: un díptico para unas actividades. Enviamos al rectorado un escrito protocolizado: “Se adjunta para su aprobación etc. etc.…”. Esto era un martes. El miércoles por la tarde me llama el vicerrector que era nuestro interlocutor inmediato y me dice: “Enrique, ¿tú crees que tenemos tiempo para estar aprobando folletos? Tú, vete haciendo y luego no te olvides de mandar dos ejemplares para el archivo de la Universidad. Y si hay algo, ya te diremos”. Y sí, una vez dijeron algo: que los folletos eran demasiado sencillitos, que invirtiéramos un poco más… Y así fuimos funcionando: no nos aprobaban las actividades ni los dípticos o afiches o volantes ni la página web. Sólo el presupuesto al inicio del año. Y mientras había presupuesto, yo visaba las facturas y nadie más y allá se iban, a Contabilidad.

Gobernar desde la confianza supone, evidentemente, asumir que va a haber errores, equivocaciones –en algún caso quizá incluso alguna corruptela–, que se tendrán que ir resolviendo no por una mayor sofisticación del sistema sino por una mejor formación de las personas. Y en el caso de las corruptelas, obviamente con las medidas –y las sanciones- correspondientes.

Al final, la pregunta es: “¿Cuánta libertad es posible? ¿Cuánto control, cuánto sistemas, cuánto procedimiento es necesario?”. La pregunta e contrario: “¿Cuánto control es posible? ¿Cuánta libertad es necesaria?”, no es cristiana.

Gobernar desde la confianza es asumir que esa confianza a veces se verá defraudada. Pero si se mantiene la mentalidad de que “hubo una vez un caso…” y por eso ya no se puede confiar, me gustaría glosar –modificando un poco el contexto- una idea del fundador del Opus Dei, San Josemaría: Si los apóstoles allí en Jerusalén hubieran dicho: ‘es que hubo alguna vez un caso en que las cosas fueron mal’, se hubieran quedado en el Cenáculo y la Iglesia no existiría. Porque hubo muchos casos: La traición de Pedro, las pretensiones de los hijos del Zebedeo, las preguntas tontas de Felipe, ese Tomás que no quiere creer… Insistir en que hubo casos, lo único que hace es erosionar la confianza. No es un llamado a la inconsciencia – de deben tomar las medidas que dicta la prudencia-, pero sí una llamada de atención de no caer en la trampa de Lenin, según la cual la confianza es buena, pero el control es mejor.

Al final, la pregunta es: “¿Cuánta libertad es posible? ¿Cuánto control, cuánto sistemas, cuánto procedimiento es necesario?”. La pregunta e contrario: “¿Cuánto control es posible? ¿Cuánta libertad es necesaria?”, no es cristiana.

Permítanme terminar dirigiéndome específicamente a las graduadas y graduados y deseándoles cuatro características que me parecen esenciales en una cultura universitaria cristiana y que espero hayan aprendido en la Universidad de Piura:

La grandeza, que no es soberbia. Quien es grande no lo cree así, lo dicen los otros de él.

La sabiduría, que no es erudición, sino saber leer el mundo con una mirada atenta y amable.

La magnanimidad, que no es insensatez pero tiene quizá algo de ella.

Y el sentido del humor. Pienso que un grave peligro para la Universidad es la falta de sentido del humor. Pienso que cualquier profesional sin sentido del humor es un peligro. Yo incluiría una prueba de sentido del humor en todos los procesos de selección de personal.

Y quizá añadiría una quinta cualidad: la paciencia, la que hoy están teniendo ustedes conmigo y que les agradezco de todo corazón.

Muchas gracias.

Dr. Enrique Banús
Lima, 22 de abril de 2015
Piura, 25 de abril de 2015

 

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